Reporte.- El investigador David Lehmann opina que otro punto relevante es que “a partir de lo que ocurrió en Chile, se profesionalizaron los derechos humanos no sólo en América Latina sino que también en el mundo”. “Hubo mucha solidaridad. A diferencia de Argentina o Brasil, que también tenían regímenes militares, en este caso florecieron organizaciones de apoyo hacia las víctimas de la persecución. Surgió mucha militancia internacional en torno a Chile porque era un país que resonaba y atraía”, explica Lehmann.
El experto recuerda que, en Reino Unido, por ejemplo, se creó un programa de ayuda para el rescate de académicos y de estudiantes, y que lo mismo se repitió en otros países. “Los gobiernos abrieron representaciones diplomáticas dando apoyo oficial, algo muy raro, que en otros casos no sucedía. Se reconoció a quienes pedían asilo. Fue una locura, las casas de las embajadas suecas o francesas estaban llenas de refugiados”, indica.
“Un costo”
Tras las elecciones parlamentarias se agravó la crisis político-económica chilena, con episodios de violencia, huelgas, un intento de golpe de Estado y un creciente protagonismo de los militares. El gobierno socialista siguió impulsando su programa, pero se estancaron reformas como la Escuela Nacional Unificada, un proyecto de reestructura educativa que criticó en marzo de 1973 la Iglesia católica, temerosa de perder influencia en la enseñanza.
Esa reforma era emblemática para Allende, en cuyo mandato aumentó 17% la cantidad de alumnos registrados en diferentes niveles educativos. A su vez, en los meses siguientes cobró intensidad un pulso entre los poderes Ejecutivo y Judicial.
La Corte Suprema presidida por un magistrado que luego apoyó el golpe y omitió castigar los abusos del régimen militar acusó al gobierno de Allende de intentar someter los tribunales a sus necesidades políticas y propiciar una crisis del Estado de derecho, algo que el mandatario rechazó.
En el plano político, hubo negociaciones infructuosas entre la UP de Allende y la Democracia Cristiana de centro para evitar el colapso del gobierno.
La premiada historiadora chilena Sol Serrano señala que una posibilidad era “nombrar un gabinete cívico-militar con poderes para las Fuerzas Armadas, lo cual significaba represión al ‘poder popular’ y de hecho el fin del programa de la UP aunque no del gobierno”, o “que Allende enviara al Congreso una reforma constitucional para poder llamar a un plebiscito que iba a perder”.
Pero ya parecía inviable una salida política, en la que insistía el presidente, debido a la falta de voluntad partidaria para alcanzarla y a que “había un costo que Allende no iba a pagar, que era romper la coalición de gobierno”, dice Serrano a BBC Mundo.
En la mañana invernal del 29 de junio hubo un intento de golpe de Estado, el último de varios en los años previos al 11 de septiembre, cuando oficiales sublevados del regimiento blindado Nº2 con el apoyo de Patria y Libertad avanzaron con tanques y vehículos militares hacia La Moneda.
Conocido como “Tanquetazo”, el ataque fue sofocado por una contraofensiva dirigida por el comandante en jefe del Ejército, Carlos Prats. Dejó 22 muertos y la sensación de que el golpismo aún carecía de apoyo pleno en las Fuerzas Armadas. Sin embargo, quienes estaban dispuestos a derrocar a Allende parecieron tomar nota de la importancia que tenían los oficiales leales a él.
Menos de un mes más tarde, el 27 de julio, fue asesinado el edecán naval del presidente, Arturo Araya, en un ataque armado frente a su casa. Poco después, el 9 de agosto, Allende nombró al general Prats como su ministro de Defensa y a otros altos mandos militares y policiales para dirigir ministerios cruciales en lo que se denominó un “gabinete de salvación nacional”.
En ese momento ya se había reanudado un paro de transportistas que en octubre de 1972 bloqueó el país y acentuó las dificultades económicas. Más tarde se supo que los camioneros, al igual que el diario conservador El Mercurio, recibieron financiamiento de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) de EE.UU.
“Si las huelgas y lo demás derribaron al gobierno, lo dudo”, dijo Alexandro Smith, un propietario de dos autobuses y un taxi que se definía como un izquierdista frustrado con Allende y que se plegó al paro. “Pero por supuesto”, agregó Smith en una entrevista con la BBC poco después, “eso fue añadiendo presión para que los militares se hicieran con el poder”.
“En un tránsito histórico”
Con más sangre derramada en choques políticos callejeros y una inflación desbocada que superaría 600% en 1973, la pregunta que muchos se hacían era si Chile se encaminaba a una guerra civil.
Pero lo inminente era el golpe de Estado.
El 22 de agosto, la Cámara de Diputados declaró que el gobierno de Allende había causado un “grave quebrantamiento del orden constitucional” y señaló que las Fuerzas Armadas y la policía “son y deben ser, por su propia naturaleza, garantía para todos los chilenos y no sólo para un sector”. La resolución aprobada por 81 votos a favor, incluidos los de diputados democristianos, y 47 en contra sería usada como justificación para el derrocamiento de Allende, quien respondió que el texto facilitaba “la intención sediciosa de determinados sectores”.
Al día siguiente ocurrió lo que la inteligencia de EE.UU. definiría en un informe secreto como la remoción del “principal factor atenuante contra un golpe de Estado”: la renuncia al ministerio de Defensa y a la jefatura del Ejército de Prats, el general leal a la Constitución. Esa dimisión se produjo después de que Prats pidiera sin éxito una declaración de apoyo de sus generales, tras una protesta frente a su casa en la que participaron esposas de altos oficiales militares.
Prats recomendó entonces que Augusto Pinochet lo sucediera como jefe del Ejército, sin imaginar que poco después ese mismo general conduciría el golpe de Estado y el largo régimen militar que lo asesinaría a él mismo junto a su esposa en un atentado en Argentina en 1974.
El 9 de septiembre, Pinochet y el nuevo jefe de la Fuerza Aérea, Gustavo Leigh, recibieron una carta escrita a mano por el almirante José Toribio Merino avisándoles que el 11 sería “el día D”, y ambos aceptaron. “Ese domingo 9 de septiembre se decide: creo que Pinochet piensa que debe embarcarse en el golpe porque está consciente que Merino va a dar el golpe”, señala el historiador Pérez. “Lo que no les podía pasar es que se dividieran, (porque) habría estallado una guerra cívico-militar”.
El mismo día ocurrieron otros dos hechos relevantes.
El entonces secretario general del Partido Socialista, Carlos Altamirano, dijo en un polémico discurso junto al líder del MIR en el Estadio Chile que se había reunido con suboficiales de la Armada contrarios al golpe y advirtió que el país se transformaría en “un nuevo Vietnam heroico” si la sedición pretendía dominarlo.
El mensaje marcó una vez más las diferencias que arrastraba la izquierda entre los radicales que agitaban la crisis y los moderados que buscaban conciliar.
En las horas previas al golpe, Allende reiteró a sus allegados la idea de convocar a un plebiscito y preparó un mensaje público que nunca llegaría a pronunciar.
Otro fue el discurso inolvidable que Allende pronunció por radio aquel 11 de septiembre, antes que los aviones Hawker Hunter de la Fuerza Aérea atacaran La Moneda.
“Yo no voy a renunciar. Colocado en un tránsito histórico, pagaré con mi vida la lealtad del pueblo”, dijo y finalizó instantes después: “Estas son mis últimas palabras y tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano. Tengo la certeza de que por lo menos habrá una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición”.
El médico de cabecera del presidente, Patricio Guijón, relató a la BBC días más tarde cómo encontró a Allende muerto sobre un sofá rojo en La Moneda: “Ya no había nada que hacer porque literalmente se había volado la cabeza. No tenía pulso. Su muerte fue instantánea”.
Tras el golpe, Guijón y otros colaboradores cercanos de Allende fueron detenidos y enviados temporalmente a la isla Dawson, en el sur del país. El Estadio Chile se volvió centro de detención y tortura. Y los militares seguirían en el poder hasta 1990, en un régimen que simbolizó las dictaduras que atravesaba la región en esa época.
Medio siglo después, aquel trágico quiebre institucional enseña que “no pueden hacerse cambios fuera de la democracia, (y) nada justifica la violación de los derechos humanos”, concluye Serrano. “La principal lección: la importancia radical de la política”.
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